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De lutos y matrimoniosAnochecer – Amor sin fronteras⁣

Anochecer – Amor sin fronteras⁣

Era una borrachera solitaria como cualquier otra. Sí, me había bajado 2 botellas de vino y tenía la mirada perdida en la mancha del tapete, pero para llevar casi 1 año deprimida estaba bastante bien. De repente, comencé a pensar en él. Pensé en nuestra breve historia juntos, en la separación y en la reconciliación. La verdad es que lo había perdonado. De lo contrario, nunca le hubiera vuelto a dirigir la palabra. Nuestro único problema era la distancia: no nos dejaba reponer lo perdido.

Me asaltaron unas ganas tremendas de mandarle un mensaje y lo peor (¿lo mejor?) es que no había nadie que me frenara o ya de perdida, filtrara mis palabras. A pesar de todo, fue un mensaje bonito. Creo que lo leyó en el carro. ¿Dónde más? Se la vivía en el viaje. Conociendo su sensibilidad, le habré sacado unas lágrimas. Y si no fue ahí, se le salieron cuando me marcó. Quería hablarme del mensaje y no niego que me hubiera gustado discutirlo, pero me agarró en el súper. Le prometí que le iba a volver a marcar; siempre se lo prometía y puntualmente, jamás lo cumplía. Era por puro egoísmo, no quería hundirme más. Porque hablar con él, al final, requería un cierto esfuerzo, aunque fuera mínimo. Qué tacaña es la depresión… suprime recursos para lo que de verdad es valioso.
Jamás pudimos discutir ese condenado mensaje o esa condena por mensaje, ya ni sé, porque una semana después se murió de un infarto. No volvería a tener el lujo de escucharlo, y mucho menos, de verlo con vida. 

Por lo menos, la última vez que nos vimos, logramos despedirnos. Era nuestra gran despedida y aunque los dos lo ignorábamos, por algún motivo la vivimos como tal. Yo regresaba a Italia y él, como de costumbre, me dijo «Arrivederci». Al abrazarme, susurró que la próxima vez iba a ser la buena y repondríamos el maldito tiempo perdido, ese que no quiso darme de niña y no pudo darme de adulta. Carajo, recuerdo su efusividad, hasta se despidió dos veces. Para la segunda, reapareció de pronto, golpeteando el vidrio del coche cuando éste ya estaba partiendo. Salté del susto y tuve el impulso de regañarlo a señas, pero pudo más el otro impulso, aquel que hoy llamo instinto: el miedo de no volver a verlo nunca más. Ese mismo impulso que me llevó a escribirle aquel mensaje cuatro meses después, precisamente a una semana de su muerte.

Por cierto, le escribí que había sido un pésimo padre, pero que estaba orgullosa de que lo siguiera intentando.

De lutos y matrimonios – Parte 2/3⁣